La más reciente película de Nuri Bilge Ceylan (ganadora del Gran Premio del jurado en Cannes 2011) supone un movimiento hacia algo levemente nuevo y distinto pero siempre dentro de los márgenes estéticos que el director traza como su marca registrada.
Como en todas sus películas, hay un juego constante con el tedio del tiempo real que ofrece a la vez el dramatismo de la pasividad. La dinámica de lo inmóvil. También por supuesto hay un manejo magistral de la fotografía y el sonido (¡esta película no tiene música!) a los que ya nos tiene acostumbrados el norchipriota (todo transcurre entre mil distintos tonos de sombras, pero de repente irrumpe una chica hermosa con una lámpara en las manos y nos quedamos más boquiabiertos todavía). En particular esta película es la que más se parece a alguna otra suya, en este caso a Üç Maymun, por algunos elementos en común, y por el final, aunque aquí éste es mucho menos explosivo que en la anterior.
Las dos horas y media pasan volando aunque no pase nada. La desolada Anatolia se repite y se repite, y mientras los personajes hablan entendemos que ellos también lo hacen. La vida es un camino de una sola vía en la que los cambios profundos son más que improbables, y por eso, por esa fuerza que se impone a todo (como la gravedad y la corriente del arroyo que hacen terminar a todas las manzanas que caen de un árbol en el mismo sitio), es que la desesperanza vence a las voluntades individuales y las fuerza a elegir una opción: la mentira, en forma de omisión o en versión flagrante. Todo sea porque el camino imposible de ser evitado no se vea encima más complicado de lo que podría ser.
Yilmaz Erdoğan (un ídolo de este blog a esta altura ya) hace de policía bastante bien. Extrañamos un cameo a los padres del director. Los padres de Nuri Bilge Ceylan son la bombona naranja de Javier Fesser, y está mal que ambos hayan dejado de usarlos, muy mal.
Jorgitos: 7
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